martes, 31 de mayo de 2011

Seas

Seas profana melodía
y rebelde soneto,
seas  un Sol que vacila,
un cielo inquieto,
una amarga sinfonía,
un verbo patético.
Seas la flor que me mira
y el tronco que ha muerto,
 seas la sutil alegría
que se esconde en el silencio,
en la oculta ironía
que reina entre los muertos.
Seas muerte y seas vida,
contradicción sin consuelo,
el río de arena que oscila
entre campanas y péndulos.

lunes, 30 de mayo de 2011

Miguel

Todavía era de noche cuando Cintia se levantó de la cama. Caminó lentamente hasta el baño. Le hizo gracia el ritmo que marcaban los tacos de sus zapatos, se miró al espejo y juzgo muy aceptable su apariencia. Entonces ¿por qué se había marchado temprano de la fiesta? El doloroso recuerdo de Milagros abrazada a Eric arremetió veloz en su mente y estalló como un relámpago. Cintia insultó molesta a la chica que aparecía en el espejo —y que antes había juzgado como guapa— y a la burlona representación de Milagros que aparecía en su imaginación.

Se apoyó sobre la pileta con rabia y mirando el desagüe dejó que el cabello le envolviera la cara. Respiró profundamente y para calmarse pensó: «Mañana se lo voy a contar a Miguel». Miguel, el eterno oído sin forma, Miguel era aquella caja polvorienta que a veces sacaba de debajo de la cama y donde podía depositar las palabras que le sobraban, sus quejas de la vida y fracasos, sin preocuparse por que le exigiera algo a cambio.

Cintia visualizó a Miguel escuchándola y su respiración se calmó, pero entonces apareció cual intruso burlón el recuerdo de Eric apretando la cintura de Milagros y de las sonrisas embobadas de ambos y se llenó de lágrimas y de ira. La intensidad de sus sentimientos le provocó nauseas y soltó una arcada seca sobre la pileta. Se incorporó tosiendo todavía y salió del baño limpiándose la boca con la manga de la blusa que con romántica esperanza se había puesto antes de la fiesta.

Quizá Miguel estuviera despierto, Cintia no quería esperar hasta mañana, decidió llamarlo inmediatamente; necesitaba tanto hablarle. La muchacha tomó su teléfono celular y a pesar de que deseaba con ansías hablar con Miguel, sabía que primero tenía que llamar a Milagros para saber si ella había conseguido algo de Eric. Cintia marcó el número de Milagros y se llevó el teléfono a la oreja sin parar de temblar.

La fastidiada voz de Milagros se oyó en el auricular preguntando quién era.

—Soy yo, Cintia.

—¿Cintia? ¿Qué pasa? ¿Qué querés?

—¿Ya no estás en la fiesta?

Silencio. Milagros callaba prolongando el sufrimiento de Cintia que temblaba como si estuviera desnuda en una calle invernal.

—No. Ya no estoy allí.

Cintia oyó entonces la voz de un hombre que le preguntaba algo a Milagros.

—¿Quién es, Milagros? ¿Quién está con vos? ¿Es Eric, verdad? ¡Es Eric!

—Calmáte, Cintia.

—¡Es Eric!

Otra vez silencio. En el fondo de su mente, Cintia deseaba que Milagros se lo confirmara de una vez para poder cortarle y hacer la otra llamada que necesitaba.

—No, Cintia. No estoy con Eric —contestó Milagros pesadamente—. Estoy con Miguel.

sábado, 28 de mayo de 2011

Lluvia y Jardín

Es injusta la lluvia
si cae en mi jardín,
no merece mojarlo
si ya no estás allí.
Es injusta el agua  
que lucha por borrarte,
es torpe su intento
y sabido desde antes
que no está en el suelo
la huella que dejaste,
está en mis ojos
que te vieron acompañarme.

Es injusta la lluvia
e injusta su pelea,
merezco que me moje
mas no que me hiera,
pues ya tengo una llaga
que sangra al verla,
que cuenta los minutos
acumulados por tu ausencia.

viernes, 13 de mayo de 2011

Humo y café

El viejo lo miró sorteando la montura gris de sus gafas y sonrió sin saber muy bien por qué. Tímido como era, Marcos se cohibió, se acomodó en su silla y le devolvió una sonrisa forzada.

—¿Cuántos años tenés ya, nene? —le preguntó encendiendo un nuevo cigarrillo.

—Diecisiete.

El viejo depositó el cigarrillo sobre el cenicero y se pasó la mano por el bigote gris. Marcos arrojó su mirada hacia afuera y vio a través de la ventana la calle, las casas, los autos, todos siendo castigados por el rudo sol de verano. No había personas afuera, tampoco dentro de la cafetería donde, en ese momento, compartía un café con el viejo Eladio ¡Un café! Pésima idea, pensó Marcos, aunque no podía recordar a cuál de los dos se le había ocurrido.

Vio la taza de café de Eladio tan llena como la suya y entonces comprendió por qué el viejo se había reído.

—¿Qué pasa? ¿De qué te reís? —quiso saber Eladio.

Marcos negó con la cabeza. El viejo dio una nueva pitada a su cigarrillo con aire pensativo. El aroma del tabaco lo acompañaba siempre, a decir de Marcos era su olor característico, su rastro personal.

—¿Vos fumabas? —dijo el viejo ofreciéndole la cajetilla de cigarrillos.

—No.

—Qué raro. ¿Tu viejo sí fuma, no?

—Está tratando de dejarlo.

Marcos escuchó al viejo decir cosas sobre que es bueno no fumar y que es aún mejor que un chico no lo haga, frases típicas de fumadores, pensó.

Los cafés olvidados respiraban su humo acompasadamente, pero ¿no estaba acaso toda la cafetería repleta de humo? Mirando hacia afuera, la calle también aparecía brumosa, como una fotografía que pierde nitidez bajo el lente de una lupa. Marcos comprendió entonces que mientras él y el viejo dejaban caer los minutos en aquella solitaria cafetería todas las personas se habían evaporado (algo completamente comprensible debido al calor), y lo que quedo de ellas merodeaba por las calles como almas vaporosas, volatilizadas que se confundían con el humo del cigarrillo del viejo Eladio y el vapor de los cafés intactos.

—¿En qué te quedaste pensando, che?

Marcos despertó de su fantasía por culpa de las palabras del viejo Eladio, recién se dio cuenta de que tenía una mano apoyada en su mejilla, o al revés, y los ojos entornados.

—En tonterías —contestó despegando la cara de la palma sudada de su mano.

Eladio se llevó el cigarrillo a los labios y lo dejó allí mientras se quitaba los lentes para limpiarlos, argumentando que se habían empañado.

Marcos miró los vidrios de las gafas, el cigarrillo, los cafés, la calle y le pareció ver una corriente nebulosa que atravesaba la vereda lentamente como una nube extraviada.

—¿Usted cree en las almas, don Eladio?

El viejo lo miró con dificultad, como a través de un cristal oscuro y antes de colocarse los lentes le dijo:

—Creo que el calor te está haciendo mal, nene.

Marcos se fijó en el cigarrillo que agonizaba sobre el cenicero y luego en Eladio que volvía a pasarse bruscamente la mano por el bigote como si creyera que podía quitárselo.

Cuando el cigarrillo se hubo convertido en un alma más y sólo quedaba el cadáver de su colilla sobre la mesa, el viejo apuró su café de un trago y pidió la cuenta,

—¿No vas a tomarte el tuyo?

Marcos negó en silencio. Después inhaló un poco de las almas que los habían acompañado esa tarde sabiendo que la despedida estaba cerca. Afuera, la calle seguía vacía y caliente; adentro, un mozo invisible retiró el dinero de la cuenta cuando Marcos no lo veía.

Cuando salieron, el cambio de temperatura los recibió violentamente. Caminaron despacio hasta la esquina donde debían separarse. Poco antes de llegar, Eladio encendió otro cigarrillo y el olor a tabaco volvió a abrazarlos negándose a dejarlos ir y el aroma tan conocido por Marcos les acarició la nariz dulcemente.

—Ah sí que tu viejo está tratando de dejar de fumar —dijo el viejo sólo por decir algo—. Me preguntó cuánto le durará la buena conducta.

Marcos sonrió sinceramente, quizá por primera vez en la tarde, y contestó.

—Vos deberías saberlo, es tu hijo.

El viejo asintió conforme. Al llegar a la esquina se despidieron con un duro apretón de manos y Marcos continuó su camino solo. No le preocupaba caminar por la sombra, sabía que si tenía que pasar se evaporaría y listo. A los pocos pasos  se dio cuenta de que el olor a tabaco nunca lo había abandonado, avanzaba con él. Pensó que el alma del viejo Eladio olería de esa manera.

—Qué pena —pensó resignado—, se evaporó antes que yo.

Velatorio

  El fuego de las velas había consumido las horas, la cera y la energía de los deudos. A tal punto que cuando llegó ese minuto habitual en que nos toca a nosotros reemplazar las velas que están por agotarse por otras nuevas para que el velatorio no pierda el sentido de su nombre, junto al féretro sólo quedaba una mujer. El anillo dorado que llevaba en el dedo resplandecía avivado por el calor de las pequeñas llamas, esto nos hizo suponer que la mujer era casada, y por mera intuición lúdica arriesgamos que había sido la esposa del difunto.

   Cuando nos fijamos en el enorme sombrero gris que llevaba la mujer, nos dimos cuenta de que ya nos había llamado la atención antes cuando llegó, casi al inicio del velatorio. Un sombrero como ése no puede pasar desapercibido.

   En determinado momento la mujer se quitó el sombrero gigante, miró hacia todos lados y al comprobar que estaba sola acercó su rostro al del difunto, su supuesto marido. Nosotros creímos que en un acto de amor eterno y demencial la mujer iba a darle un último beso en los fríos labios, pero luego lo comprendimos todo cuando escuchamos que la perversa mujer le susurraba al cadáver:
   
   —Antes de que te hayas ido completamente, quiero que sepas que fui yo, ahórrame el trabajo de decírselo a tu esposa cuando la mande contigo.