miércoles, 27 de julio de 2011

De minutos y relojes


Encerrado en un misterio
de minutos y relojes
miro como un prisionero
dónde el tiempo se esconde.
Tras las rejas del día
y las paredes de la noche
construyo un pentagrama
donde saltan las voces
de los presos de la fantasía,
los fugitivos de los choques,
los esclavos de la tinta,
los que al tiempo desconocen.
Porque el tiempo se escapa
para que nadie le reproche
que ha dejado un mundo sordo
donde nadie responde.

jueves, 21 de julio de 2011

Cansado


Jamás había estado tan cansado. Estoy seguro de eso. Sólo recordar la discusión que tuve con Bernarda me deja completamente agotado. Su lengua es agresiva y violenta, y las palabras que suelta son pesadas. Finalmente uno se cansa de escucharla y cae vencido bajo el peso de sus insultos. No es la primera vez que me quedo atrapado en una discusión con Bernarda, pero esta vez puedo asegurar que el motivo fue ridículo.

Empezó todo con un reclamo suyo sobre mis zapatillas. Exasperada me reclamó que: cómo se me ocurre usar zapatillas amarillas para salir, ¡Y esos pantalones!, y resultó que soy un desarreglado,  y desde desarreglado me ascendió a inútil, desde allí a inservible y finalmente me coronó como una basura.

Mientras bostezo en mi cama recuerdo su mirada ponzoñosa y esa lengua rosada que amenaza con salirse de la boca de Bernarda cada vez que escupe sus insultos. Yo no la odio, porque no soy una mala persona. Pero a veces me canso de escucharla y simplemente me encierro en mi pieza que tiene paredes gruesas y no me permite  escuchar con claridad los ruidos exteriores.

Claro que Bernarda, obstinada como es, no deja que me retire impune. Me sigue por las escaleras gritándole a mi espalda y luego cuando mi cuerpo desaparece en el interior de mi habitación, sigue insultando a mi  puerta cerrada, a pesar de que sabe que las voces desde afuera sólo me llegan como murmullos inteligibles.

Ahora mismo puedo escuchar su voz confusa afuera, evitando que descanse y me libere de ella. Pero una voz nueva aparece y la manda a callar con firmeza. Es la voz de un hombre, la reprende molesto. Es extraño, porque en esta casa sólo vivimos nosotros dos y ya es tarde. Bernarda le habla asustada, se me ocurre que quizá se trata de un ladrón, pero no puedo entender lo que le dice. La voz masculina le grita, creo que la amenaza y emite otro ruido extraño que no parece provenir de una boca humana, es como un rugido.

Bernarda comienza a gritar mientras la voz masculina, que definitivamente ya no parece humana, suelta gruñidos feroces y aterradores. Escucho que alguien golpea mi puerta desesperadamente, seguro es Bernarda porque me parece que son puños pequeños. Creo que pide auxilio. El hombre que está con ella ruge como una bestia salvaje y se escuchan los gritos de la desesperada Bernarda. Puedo escuchar claramente que grita mi nombre en medio de sus agónicos alaridos. Quisiera levantarme y ayudarla pero sucede que estoy cansado, muy cansado.

viernes, 15 de julio de 2011

Rompiendo hábitos


La cosa es así y no hay forma de cambiarla.

Cómo pedirle al reloj que deje de caminar, cómo enderezar una vida torcida. Cómo explicarle a Rosario que tiene que tomar la ruta corta y dejar darle vueltas a ese capricho infantil que le sugiere llamar por teléfono a lo de Elisa cada dos segundos para saber si al nene le creció un cabello más o se le asomó en su boquita la insinuación de un nuevo diente.

Pero Rosario es así. No vive ni deja vivir, como quién dice. Vive pendiente del reloj de la pared, siempre repartiendo lamentos. Siempre contando los segundos hasta que llega la hora de llamar nuevamente a Elisa. “Sí señora, el nene está bien” “no, nada nuevo”.  La pobre Elisa no tiene la culpa de que Rosario la acose de esa manera. Nadie tiene la culpa de nada.

Rosario vive para las horas en que debe llamar a Elisa. Pero también otros hábitos curiosos. Como pasearse por el jardín con esa muñeca vieja colgada de su mano, “la compré pensando que iba a ser una nena, pero resultó ser un nene”. Sin embargo nunca quiso deshacerse de esa muñeca, y nadie se atrevió a hacer ningún comentario. “Se llama Lizi”, nos dijo una vez refiriéndose a la muñeca.

Y aunque los días son rutinarios. De vez en cuando tiene lugar algún acontecimiento como el domingo pasado. Por la tarde, Rosario se paseaba excitada por la casa, contándonos a cada uno que el nene estaba aprendiendo a caminar y, parafraseando a Elisa, nos decía: “Tenían que haberlo visto, todo un señorito ya, y nada de andadores eh, que el nene es lo suficientemente seguro como para andar por su cuenta”. Nosotros sonreímos y asentimos alegres, aún cuando escuchamos la misma historia y las mismas palabras por duodécima vez, sonreímos y asentimos.

Pero esa noche, sin previo aviso Rosario no hizo la siguiente llamada a la hora acostumbrada. En la casa ya todos nos habíamos hecho a la idea de que llamaría a Elisa y luego nos atormentaría con cualquier bobada que le dijera sobre el nene. Pero pasó la hora y Rosario ni siquiera se acercó al teléfono. Nosotros tontamente esperanzados con la oportunidad de escapar de nuestro agobiante destino, fingimos también olvido.

A medida que el tiempo pasaba, la alegría de un supuesto triunfo se iba esfumando y crecía en nosotros la preocupación. Algo tenía que haberle pasado a Rosario para que olvidara la hora de la llamada. Subimos hasta su recámara intercambiando todo tipo de suposiciones, casi todas eran trágicas. Tocamos la puerta y la llamamos por su nombre. Nada. Repetimos el proceso varias veces. Finalmente decidimos entrar, la puerta no estaba asegurada.

Al entrar vimos inmediatamente a Rosario, estaba sentada sobre el suelo con sus piernas cruzadas, de espalda a nosotros. Frente a ella esta Lizi, la muñeca que quería regalarle al nene, tirada en el suelo. Al principio no entendimos lo que Rosario hacía, pero al acercarnos nos dimos cuenta de que estaba hablando. Y mientras aplaudía quedamente decía en dirección a la muñeca: “Vamos, vamos nene, venga, camine. Eso es. Vamos camine para mami, camine, querido.”