La cosa es así y no hay forma de
cambiarla.
Cómo pedirle al reloj que deje de
caminar, cómo enderezar una vida torcida. Cómo explicarle a Rosario que tiene
que tomar la ruta corta y dejar darle vueltas a ese capricho infantil que le sugiere
llamar por teléfono a lo de Elisa cada dos segundos para saber si al nene le
creció un cabello más o se le asomó en su boquita la insinuación de un nuevo
diente.
Pero Rosario es así. No vive ni
deja vivir, como quién dice. Vive pendiente del reloj de la pared, siempre
repartiendo lamentos. Siempre contando los segundos hasta que llega la hora de
llamar nuevamente a Elisa. “Sí señora, el nene está bien” “no, nada
nuevo”. La pobre Elisa no tiene la culpa
de que Rosario la acose de esa manera. Nadie tiene la culpa de nada.
Rosario vive para las horas en
que debe llamar a Elisa. Pero también otros hábitos curiosos. Como pasearse por
el jardín con esa muñeca vieja colgada de su mano, “la compré pensando que iba
a ser una nena, pero resultó ser un nene”. Sin embargo nunca quiso deshacerse
de esa muñeca, y nadie se atrevió a hacer ningún comentario. “Se llama Lizi”,
nos dijo una vez refiriéndose a la muñeca.
Y aunque los días son rutinarios.
De vez en cuando tiene lugar algún acontecimiento como el domingo pasado. Por
la tarde, Rosario se paseaba excitada por la casa, contándonos a cada uno que
el nene estaba aprendiendo a caminar y, parafraseando a Elisa, nos decía:
“Tenían que haberlo visto, todo un señorito ya, y nada de andadores eh, que el
nene es lo suficientemente seguro como para andar por su cuenta”. Nosotros
sonreímos y asentimos alegres, aún cuando escuchamos la misma historia y las
mismas palabras por duodécima vez, sonreímos y asentimos.
Pero esa noche, sin previo aviso
Rosario no hizo la siguiente llamada a la hora acostumbrada. En la casa ya
todos nos habíamos hecho a la idea de que llamaría a Elisa y luego nos
atormentaría con cualquier bobada que le dijera sobre el nene. Pero pasó la
hora y Rosario ni siquiera se acercó al teléfono. Nosotros tontamente
esperanzados con la oportunidad de escapar de nuestro agobiante destino, fingimos
también olvido.
A medida que el tiempo pasaba, la
alegría de un supuesto triunfo se iba esfumando y crecía en nosotros la
preocupación. Algo tenía que haberle pasado a Rosario para que olvidara la hora
de la llamada. Subimos hasta su recámara intercambiando todo tipo de
suposiciones, casi todas eran trágicas. Tocamos la puerta y la llamamos por su
nombre. Nada. Repetimos el proceso varias veces. Finalmente decidimos entrar,
la puerta no estaba asegurada.
Al entrar vimos inmediatamente a
Rosario, estaba sentada sobre el suelo con sus piernas cruzadas, de espalda a
nosotros. Frente a ella esta Lizi, la muñeca que quería regalarle al nene,
tirada en el suelo. Al principio no entendimos lo que Rosario hacía, pero al
acercarnos nos dimos cuenta de que estaba hablando. Y mientras aplaudía
quedamente decía en dirección a la muñeca: “Vamos, vamos nene, venga, camine.
Eso es. Vamos camine para mami, camine, querido.”