miércoles, 28 de septiembre de 2011

Cadenas


Nadie conoce el efecto que tienen las cadenas. Su poder no depende del grosor que ostenten ni del peso que presuman, pasa más bien por el vínculo que crean, algo que está en la mente de quien la ha forjado y quien la utiliza.

Una cadena por ejemplo hecha para unir a su dueño con una fotografía amarillenta es poderosa durante un periodo inicial y al cabo de pocos meses adquiere un brillo curioso y admirable, pero se oxida rápidamente convirtiéndose en algo dañino. Una cadena destinada a unir al dueño con su pareja es firme y reluciente pero los eslabones carecen de flexibilidad y si no es tratada cada día termina por volverse pesada, casi asfixiante. Las cadenas que nos unen a posesiones son oscuras y poco resistentes, las que vinculan a la persona con vicios son suaves pero grasientas y las que nos unen con los sueños son livianas y dúctiles.

Pero la cadena que carga en torno a su cuello Tomás Decente es la más pesada de todas, porque es la cadena que vincula a su portador con los recuerdos. Tomás Decente es un hombre mayor, y como muchas personas de edad avanzada, piensa que sólo le quedan los recuerdos de tiempos mejores para alegrar sus variados momentos ociosos, A veces pasa hasta dos horas sentado en su cocina limpiando con un trapo viejo cada eslabón de su cadena. Recién se detiene cuando los eslabones brillan como nuevos.

Algunos eslabones merecen más cuidado que otros, como el del día en que conoció a Magdalena o ese momento en el hospital cuando un médico de bigote gris le presentó a su hijo. Otros eslabones no le llaman tanto la atención pero de todos modos los limpia bien, quizá por una cuestión cabalística, entre estos eslabones está por ejemplo el accidente de automóvil en el que se quebró una pierna o la muerte de su madre. A veces su perro se duerme entre sus pies, pero Tomás no repara en la presencia del animal hasta que considera concluida su tarea y se levanta a prepararse una taza de té caliente.

A Tomás no le molesta cargar con su cadena si bien se queja de ella cada vez que puede, lo que le molesta es su propia manía de sentarse a sacarle brillo cada vez más seguido. Al principio lo hacía una vez por semana, actualmente se sienta todos los días con el mismo trapo en la mano y comienza a frotar cada eslabón. Hay días en los que —ya sea porque el clima está agradable o por otra razón secreta— se siente de muy buen humor y en lugar de usar el mismo trapo viejo usa una franela especial para guarda para ocasiones particulares.

El problema es que a medida que su obsesión por limpiar la cadena cada vez con mayor frecuencia crece —simplemente no puede soportar verla opacarse— pierde la oportunidad de crear nuevos eslabones. 

lunes, 19 de septiembre de 2011

Botellas en el mar



El atardecer desplegaba su rojiza mirada sobre el mar agitado. Las olas se revolvían furiosamente intentando quizá retener ese cuerpo que Leopoldo y Tobías rescataban del mar y acercaban a la orilla. Estaban jugando a escribir mensajes en papeles que guardaban luego dentro de botellas transparentes para lanzarlas al mar, cuando vieron a la mujer ahogándose. Los hermanos depositaron el cuerpo sobre la arena y se dedicaron a observarlo. Era una mujer de edad madura, estaba descalza y llevaba el cabello suelto. Era evidente que se trataba de una mujer alta y para Leopoldo y Tobías que miraban la madurez desde abajo, arrastrar ese cuerpo hasta la orilla había resultado una tarea difícil.

Leopoldo siempre intentaba demostrar una seguridad afianzada en lo que se refería a temas marítimos, por eso tras aclarar la garganta aseguró con voz lúgubre:

—Está muerta.
Tobías asintió sin dejar de mirar el cuerpo, pero no compartía completamente la opinión de su hermano, pues él habría podido jurar que la mujer había abierto débilmente los ojos durante un breve instante mientras la sacaban del agua.

—¿Cómo podés estar seguro? —le preguntó a Leopoldo.

El muchacho interrogado miró a la mujer con aire doctrinal y sentenció:

—Por sus párpados. Están morados ¿los ves? Eso quiere decir que está muerta.

Tobías se acercó al rostro de la mujer y examinó minuciosamente los párpados. Era fácil notar la coloración que habían adquirido, lo que Tobías esperaba descubrir era algún breve temblor que le indicara que estaba viva.

—A lo mejor es como las botellas que lanzamos al mar y después llegan a alguna orilla —declaró Tobías.

Leopoldo asintió y agregó:

—Pero sin el mensaje adentro.

Tobías se separó de la mujer y mirando a su hermano le dijo con inseguridad:

—Yo creo que está respirando, todavía.

—Tonto. ¿Cómo va a hacer para respirar con los pulmones llenos de agua?

Tobías acercó la oreja a la nariz de la mujer todo lo que pudo sin tocarla pero no escuchó ningún escape de aire.

—Igual creo que está viva.

Leopoldo se molestó por la insistencia de su hermano.

—Vos si querés quedáte con este cadáver, yo me voy a cambiar de ropa.

Leopoldo se levantó y comenzó a alejarse. Cuando sabía que su hermano ya no lo podía ver caminó con las piernas y los brazos muy abiertos para que la ropa mojada no lo incomodara hasta llegar a su casa. Minutos después mientras bajaba a la sala con ropa seca, su hermano Tobías entró.

—Bueno ¿qué hiciste?

Tobías lo miró como solía hacerlo cuando estaba por decir algo sobre lo que no tenía seguridad.

—La devolví al agua.

—¿Qué? Así nada más.

—No —aclaró Tobías— le puse una botella entre las manos con un mensaje adentro para que quien la encuentre sepa que aún está viva.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Ése

Se escondió detrás del muro cerca del pasillo, de esa manera podría reaccionar rápidamente si ése aparecía de repente. Su pecho palpitaba furiosamente mientras aguardaba y era difícil recuperar el ritmo normal de la respiración. Se deslizó hacia arriba y luego encorvó su espalda sólo para comprobar que la pared seguía detrás de ella, escondiéndola, sosteniéndola. Lo más molesto, lo que Abril realmente odiaba era esa expectativa, ese despiadado silencio que se sostenía entre su escondite y el momento en que ése la encontrara. Era espeluznante saber que iba a aparecer por algún lado sorpresivamente y, si tenía suerte, quizá Abril moriría a causa del susto antes de que ése se encargara de asesinarla de alguna manera cruel.

Abril no se permitió tranquilizarse, aún estaba en peligro, podía escuchar como ése se deslizaba (porque no tenía pies) hacia ella por el pasillo. Estaba muy cerca, era el momento de correr nuevamente.

Abril salió disparada hacia la próxima habitación. Pero el camino era complicado, lleno de entradas y salidas imposibles de calcular, eligió la abertura que se le ofrecía a la izquierda y corrió tan rápido como pudo hacia la siguiente. Estaba desorientada y ése aún la perseguía, podía escuchar su suave deslizamiento, le recordaba a las serpientes. Buscó desesperadamente alguna pista o señal que le indicara qué camino tomar, pero no encontró nada, ni siquiera ese olor peculiar y agradable que solía usar para orientarse en esos caminos monótonos y confusos.

Se escondió detrás de otra pared, agitada, al borde de la desesperación. Ése estaba cerca. Abril sintió que estaba por desmayarse cuando oyó que, además del serpenteo  de su perseguidor, se escuchaba otro acercándose desde una dirección diferente. Ahora eran al menos dos sus perseguidores. Desde entonces supo que no podría escapar.

Sin embargo, lo único que le quedaba por hacer era intentarlo tanto como pudiera antes de caer. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas se despegó de la pared y corrió, corrió rápido y sin mirar, suplicando encontrar una salida, un refugio. Los reptadores se dejaban escuchar por todos lados. Y cuando creía que se le acababan las energías, Abril giró y se topó con uno de sus perseguidores justo frente a ella. 


Observó con cierta curiosidad su horrenda figura, era un ser anormal sin pies, ni cabeza, con cinco brazos saliendo de su tronco. Se giró rápidamente y emprendió la huida, pero antes de que pudiera alejarse, otro de esos entes apareció por ese lado. Estaba atrapada. Abril vio impotentemente como ambos seres se lanzaban contra ella y la atrapaban.

El Profesor Soruco atrapó con sus manos a la rata y la sacó del laberinto de pruebas. El animalito estaba curiosamente inquieto no dejaba de rasguñarle las manos.

—Tranquila, Abril, sólo son unas pruebas, después te vas a ganar un buen trozo de queso ¿eh? ¿Qué te parece?