martes, 29 de noviembre de 2011

Atardeceres


De pie estaba el sacerdote Riveira empaquetado en su sotana blanca, con media silueta consumida por la sombra de un pilar de la iglesia. Como cada atardecer se paseaba por la nave central de su vicaría, la única del pueblo, deteniéndose en diferentes lugares sin razón aparente. Con este extraño hábito había conseguido que todo el pueblo hablara a sus espaldas de sus ocurrencias y sus extrañas costumbres, y cuando sus conocidas mañas no satisfacían el apetito dialogal del promotor de turno, el pobre padre cargaba con otras costumbres demenciales inventadas.

Ninguno de los pobladores locales podría decir si el padre Reviera era conocedor de los rumores que circundaban en torno a su persona, pues obviamente nadie hablaba mal delante de él. Mas al sacerdote esto lo tenía sin cuidado. Ya estaba viejo y era capaz de percibir cosas que otros ignoraban. Cada atardecer salía rápidamente de su oficina, su recámara o donde sea que estuviera al sentir una presencia sobrenatural que lo llamaba a la nave principal de la iglesia. No era un llamado místico ni profético sino un pedido de ayuda, algo que el viejo Reviera no era capaz de explicar, y menos de ignorar.

Aunque la Iglesia estuviera completamente vacía, como esa tarde, recorría la nave principal deteniéndose en diferentes zonas e inclinaba la cabeza como si tratara de escuchar mejor de dónde provenía el pedido de auxilio. Se afanaba buscando aquello que sentía pero no podía ver y, todos los días fallaba. Pero no tenía permitido rendirse, cómo abandonar un alma que pide ayuda.

A unos metros de él, la mujer sollozaba, porque los espíritus que ya no ocupan el plano material no pueden llorar, sólo lamentar. Ella veía al sacerdote que trataba de encontrarla, lo llamaba con sus lastimeros gemidos durante los atardeceres sin grandes resultados. Tenía la ilusa esperanza de que un padre consagrado pudiera expiar sus culpas y liberarla. Aunque en el fondo sabía que era tarde para eso.

Ese atardecer fue particular para el sacerdote porque alcanzó a escuchar un gemido de la mujer, pasó horas intentando localizar su origen antes de rendirse al cansancio de la edad. Y continuó cada tarde intentando encontrar al alma que sufría y lo llamaba. Pero cada vez que oía un lamento sutil, su eco rebotaba una y otra vez en las paredes de la iglesia y llegaba hasta los viejos oídos del sacerdote como un susurro huérfano que venía de ninguna parte y de todos lados a la vez.

Por su parte la gente del pueblo se alejaba de la iglesia durante los atardeceres. Todos comentaban (algunos con temor otros con delirante inspiración) que cada día durante esa hora, el sacerdote Reviera enloquecía y se paseaba por la iglesia gimoteando y delirando como una mujer.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Hamacas* bajo la lluvia

*(columpios)


Hamacarse en el parque mientras cae una fina llovizna puede ser agradable, pensó Elisa mientras daba impulso a su hamaca. Observó el cielo que comenzaba a oscurecer y las gotas de lluvia le acariciaron el rostro. Miró a su hermana Carina hamacándose a su lado, probablemente ella no se había dado cuenta de que ya se había hecho muy tarde.

—Carina —gritó Elisa para que su hermana la escuchara—. Está lloviendo.

Carina detuvo poco a poco el movimiento pendular de su hamaca y cuando pudo poner los pies sobre la tierra miró el cielo.

—No llueve mucho —concluyó.

—Ya es tarde.

Carina observó el parque, no había personas a la vista, las sombras de los árboles comenzaban a extender sus enramados brazos.

—Quedémonos un poco más —pidió Carina—, hasta que la lluvia se haga más intensa.

Elisa asintió, pensó que no estaría mal caminar a casa bajo la lluvia; observó a su hermana hamacarse cada vez más rápido y lamentó no estar del mismo humor. Carina la encontró cabizbaja y le preguntó desde la altura:

—¿Qué te preocupa?

Elisa contestó sin mirarla:

—Es esta lluvia.

—Pensé que te gustaban las lluvias, como a mí —dijo Carina sin detenerse.

Elisa suspiró y dejó que su mirada descansara sobre la calle y los árboles que la custodiaban.

—Sí, me gusta. Pero esta lluvia es extraña, el parque está asustado…

Carina detuvo nuevamente su hamaca y se levantó.

—Si querés, nos vamos ahora —dijo— no hace falta que inventes historias para intentar asustarme.

—No. No es eso —dijo Elisa hundida en su hamaca—. No sé qué es. Pero creo que ya nos tendríamos que haber ido.

Elisa miró nerviosa hacia diferentes direcciones y Carina siguió sus miradas. Estaban solas, nadie caminaba por el parque, la noche caía con cierta inquietud, las luces se habían encendido y hasta los vehículos habían dejado de cruzar por la calle. El viento sacudía la lluvia que caía insistentemente y la arrojaba contra los cuerpos de Elisa y Carina.

—¡Vámonos!—urgió Elisa.

Carina asintió e iniciaron su retirada. Atravesaron la cuadra diagonalmente, pero antes de que llegaran a la esquina el viento incrementó su intensidad. Las gotas de lluvia golpeaban sus rostros y las obligaban a cerrar los ojos. Decidieron cubrirse detrás de un enorme árbol hasta que el viento se calmara. El viento se convirtió en remolino y pronto las hermanas se vieron en el ojo de un remolino de hojas, tierra y agua. El centro del remolino creció hasta ocupar toda la cuadra del parque de manera que parecía imposible salir de él pues una muralla circular de tierra y viento lo envolvía.

—¿Cómo vamos a salir? —preguntó Elisa.

Carina la miró y pensó que sólo debían esperar a que todo se calmara. Miró hacia los bordes del parque donde el viento construía un cerco y entonces encontró las hamacas balanceándose sin que nadie las usara. Se sacudían con fuerza ganando grandes alturas.

—Vamos —dijo señalándolas.

Se acercaron hasta las hamacas con cuidado para que no las golpearan e intentaron detenerlas asiéndolas de las cadenas que las sostenían, pero sólo lograron alentarlas. Comprendieron entonces que la mejor forma de pararlas sería subiéndose en ellas. Fue difícil hacerlo mientras las hamacas estaban en movimiento, pero lo consiguieron. Cuando ambas estuvieron sobre los columpios pudieron contenerlas y entonces los árboles, el viento y la lluvia se calmaron. Mas cuando se levantaban, las hamacas comenzaban a balancearse con fuerza por sí solas y la tormenta regresaba  con intensidad, y sólo se calmaba cuando volvían a sentarse.


De vez en cuando, alguna persona cruza todavía por esa zona del parque, los que lo hacen dicen que hay dos muchachas sentadas siempre en las hamacas, atrapadas, que intentan convencer a quien cruza por allí que se siente en los lugares que ocupan ellas y contengan las hamacas para que ellas puedan escapar.