De pie estaba el
sacerdote Riveira empaquetado en su sotana blanca, con media silueta consumida
por la sombra de un pilar de la iglesia. Como cada atardecer se paseaba por la
nave central de su vicaría, la única del pueblo, deteniéndose en diferentes
lugares sin razón aparente. Con este extraño hábito había conseguido que todo
el pueblo hablara a sus espaldas de sus ocurrencias y sus extrañas costumbres,
y cuando sus conocidas mañas no satisfacían el apetito dialogal del promotor de
turno, el pobre padre cargaba con otras costumbres demenciales inventadas.
Ninguno de los
pobladores locales podría decir si el padre Reviera era conocedor de los
rumores que circundaban en torno a su persona, pues obviamente nadie hablaba
mal delante de él. Mas al sacerdote esto lo tenía sin cuidado. Ya estaba viejo
y era capaz de percibir cosas que otros ignoraban. Cada atardecer salía
rápidamente de su oficina, su recámara o donde sea que estuviera al sentir una
presencia sobrenatural que lo llamaba a la nave principal de la iglesia. No era
un llamado místico ni profético sino un pedido de ayuda, algo que el viejo Reviera
no era capaz de explicar, y menos de ignorar.
Aunque la
Iglesia estuviera completamente vacía, como esa tarde, recorría la nave
principal deteniéndose en diferentes zonas e inclinaba la cabeza como si
tratara de escuchar mejor de dónde
provenía el pedido de auxilio. Se afanaba buscando aquello que sentía pero no
podía ver y, todos los días fallaba. Pero no tenía permitido rendirse, cómo
abandonar un alma que pide ayuda.
A unos metros de
él, la mujer sollozaba, porque los espíritus que ya no ocupan el plano material
no pueden llorar, sólo lamentar. Ella veía al sacerdote que trataba de
encontrarla, lo llamaba con sus lastimeros gemidos durante los atardeceres sin
grandes resultados. Tenía la ilusa esperanza de que un padre consagrado pudiera
expiar sus culpas y liberarla. Aunque en el fondo sabía que era tarde para eso.
Ese atardecer
fue particular para el sacerdote porque alcanzó a escuchar un gemido de la
mujer, pasó horas intentando localizar su origen antes de rendirse al cansancio
de la edad. Y continuó cada tarde intentando encontrar al alma que sufría y lo
llamaba. Pero cada vez que oía un lamento sutil, su eco rebotaba una y otra vez
en las paredes de la iglesia y llegaba hasta los viejos oídos del sacerdote
como un susurro huérfano que venía de ninguna parte y de todos lados a la vez.
Por su parte la
gente del pueblo se alejaba de la iglesia durante los atardeceres. Todos
comentaban (algunos con temor otros con delirante inspiración) que cada día
durante esa hora, el sacerdote Reviera enloquecía y se paseaba por la iglesia
gimoteando y delirando como una mujer.