miércoles, 31 de agosto de 2011

La autopsia de un cuaderno


Lo primero que pensamos fue: “Por qué no hacerlo”. Como grupo de médicos forenses no nos corresponde saber por qué se hacen las autopsias de determinados fallecidos, simplemente las hacemos. Por eso cuando se nos ordenó realizar la autopsia de un cuaderno no preguntamos nada, solamente asentimos y nos retiramos con el cuaderno.

Dividimos nuestro equipo de cinco personas para realizar diferentes tareas. El doctor Petrelli y su esposa buscaban antecedentes de una operación similar. La doctora Clara y el licenciado Villa fueron a buscar al cuaderno que debíamos “abrir”. Mientras que yo preparaba los instrumentos que consideraba oportunos, ya que no es lo mismo abrir un cadáver que un cuaderno.

Pocas horas después, los cinco rodeábamos el cuaderno que yacía sobre la mesa. Nos calzamos los guantes y los barbijos, direccionamos las luces y comenzamos. Cuidadosamente levantamos con una pinza la tapa dura y encadenada por trazos de tinta errantes.

Lentamente y con exagerada precaución comenzamos a extraer las vocales. Sin embargo, no habíamos tenido en cuenta la enorme cantidad de este tipo de letras que contendría el cuaderno. Optamos por la alternativa de separarlas y colocar las vocales en cinco frascos diferentes, uno para cada letra, la doctora Clara se encargó de etiquetar los frascos.

Cuando comenzamos a extraer las consonantes se nos presentó un nuevo problema, no disponíamos de suficientes frascos como para colocar una consonante en cada uno. Este conflicto nos detuvo durante muchos minutos hasta que (con un grito) el doctor Petrelli propuso la solución: Separaríamos el abecedario en dos. Todos asentimos a la vez y así colocamos en un frasco las consonantes que van desde la b hasta la m y en otro las que quedaban.

Fue entonces cuando se manifestó el problema principal de la operación, algo con lo que nadie contaba: extrajimos todas las letras sin pensar en los acentos. Éstos sin el soporte que le brindaban las estructuras óseas de las palabras, cayeron sobre los renglones. Luego fue imposible distinguirlos de las comas, eran idénticos.

En fin, en este negocio uno no siempre puede ser honesto y en más de una ocasión hemos etiquetado un musculo como víscera. De modo que sin pensarlo dos veces pusimos todo (comas y acentos) en el mismo frasco, después de todo, si nosotros no podíamos diferenciarlos quién sí. Finalmente, los puntos que nos sobraron los repartimos entre los cinco (como un pequeño pago extra); es que a todos nos viene bien una pausa de vez en cuando.

jueves, 4 de agosto de 2011

La puerta que daba al jardín



Camila se puso la chaqueta y miró, a través de la ventana, a Daniel que paseaba por el jardín esperando que ella terminara de arreglarse. Parada frente al espejo, se recogió el cabello y se anudó un pañuelo rosa alrededor del cuello. Tomó el teléfono móvil y caminó hasta la puerta que daba al jardín.

Cuando creyó escuchar sus pasos, Daniel se giró y observó la puerta entornada, pero no había nadie allí, otra vez se había dejado engañar por la ilusión. Recordó con dolorosa nostalgia los tiempos en los que veía a Camila cruzar esa puerta lista para salir con él. Casi siempre usaba un pañuelo rosa, incluso cuando hacían viajes largos. Volvió a su caminata sin rumbo, a dar vueltas aplastando el césped del jardín como hacía en aquellos días mientras esperaba que Camila se alistara.

Camila, antes de salir, repasó su maquillaje y buscó su cartera. ¿Qué más falta? Se volvió y apoyó las manos sobre la mesa mientras repasaba mentalmente las cosas que debía llevar en su cartera. Entonces vio de reojo la ventana, allá afuera Daniel seguía dibujando sus infinitos círculos sobre el jardín pobrecito, cuánta paciencia tiene. Se quedó unos segundo allí quieta, sólo para verlo caminar.

Daniel miró su reloj. Pero sólo lo hacía por hábito, en realidad ya no le importaba la hora. Sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió (a Camila no le gustaba que fumara). Tras despedir el humo se dio cuenta de que estaba anocheciendo. Cuando Camila estaba viva solía tardarse mucho arreglándose. Sin querer miró hacia la ventana y le pareció verla allí, apoyada sobre la mesa, observándolo desde el otro lado, simplemente observándolo.

Camila se colgó la cartera en el hombro y caminó nuevamente hasta la puerta. Se sorprendió al darse cuenta que ya estaba anocheciendo cuando paso junto al espejo y no pudo ver su reflejo. Se paró en el umbral de la puerta que daba al jardín y desde allí aspiró con placer el aire fresco de la noche de verano.

Daniel arrojó molesto el cigarrillo al suelo. Su dolor comenzaba a transformarse en furia. Escondió las manos en los bolsillos para protegerlas del frío que comenzaba a intensificarse. Allí encontró las llaves de su auto y decidió salir. Enfiló hacia la calle decidido, no le importaba si al mirar hacia la puerta aparecía la ilusión de Camila otra vez. Subió al automóvil y encendió el motor.

Camila salió al jardín, pero Daniel no estaba. Lo buscó con la vista y lo encontró en el interior del automóvil. Le dedicó una sonrisa y le hizo señas con la mano aunque no estaba segura de que Daniel la hubiera visto. Atravesó al jardín y se acercó al vehículo. Abrió la puerta del acompañante que estaba sin traba y subió rápidamente. Se sentó y entonces miró hacia donde debería estar Daniel pero no lo encontró.