lunes, 31 de octubre de 2011

Nuestro juego


Se escondió detrás de la cortina. Era fácil distinguir su pequeña silueta otorgándole forma al paño blanco. Era uno de sus pasatiempos favoritos: esconderse detrás de la cortina de la ventana, de manera que sólo sus piecitos quedan a la vista y lo demás fuese apenas suponible. Desde mi silla le sonreí, aunque sabía que no podía verme, sonreí silenciosamente y esperé a ver su siguiente acción que no se hizo esperar.

—¿Dónde estoy? —me preguntó.

—No sé. Desapareciste.

Me levanté y caminé por la habitación simulando buscarla desorientado mientras la llamaba por su nombre.

—Andrea. Andrea ¿A dónde fuiste?

—¡Acá estoy! —saltó de repente desde detrás de la cortina y luego siguió mi turno de jugar: fingir miedo por la sorpresa, retroceder histriónicamente y simular que me enojo con ella por asustarme. Andrea se rio e intentó escapar de mí. Yo la atrapé rápidamente y la abrace con fuerza. Entonces el juego comenzó de nuevo. Otra vez fingí no mirar mientras ella se cubría con la cortina larga y cuando volví a mirar, una vez más a la cortina le habían crecido dos pequeños pies. Pero esta vez, antes de que pudiera comenzar mi actuación para hacerla reír de nuevo, llegó su madrastra a la habitación.

—Andrea ¿Qué hacés detrás de la cortina?

La pequeña salió lentamente y vi con tristeza que la alegría que le había dado nuestro juego había desaparecido de su cara. Estaba triste, casi asustada, yo odiaba este efecto que tenía su madrastra sobre ella cuando interrumpía nuestras diversiones.

—¿Qué hacías detrás de la cortina?

No era una pregunta, era una acusación. Andrea agachó la cabeza y no contestó.

—¿Querés que se caiga, que se ensucie? Después yo la tengo que lavar.

La mujer arrastró su mirada por la habitación de Andrea y agregó:

—¿Por qué no acomodás esta pieza? ¿En qué estás perdiendo el tiempo?

—Estaba jugando con Dani —dijo la niña señalándome.

La madrastra miró hacia donde yo estaba e hizo un mohín de fastidio. Tenía la frustración y la ira adosadas a su rostro, tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse. Mirando a la niña le dijo entonces:

—Ya te dije muchas veces que Dani no existe. Ya estás grandecita como para creer en amigos imaginarios.
Andrea se revolvió inquieta, quería defenderme como otras veces pero creo que en fondo sabía que la mujer decía la verdad.

—Dejá de ensuciar las cortinas y baja que en seguida comemos.

La madre se fue, Andrea me miró triste y yo le sonreí para animarla como siempre.

domingo, 30 de octubre de 2011

Los pasos de tus dedos



Por ese Sol que te imita
este día no es verdadero,
pertenece a un tiempo escrito,
a uno que ya es ajeno,
un tiempo que te roba
y te concede terreno,
te dibuja una mirada
y descubre nuevos velos.
Él mismo es testigo
de los pasos de tus dedos,
el camino de tus años
y de tus labios el fuego;
a mí me ve como un peregrino
que sin fe busca consuelo
en una selva de sordos
árboles y animales ciegos.
Pero más allá de lo que diga
este tiempo grosero,
hoy le ganaste una partida
y no sabe reconocerlo.

lunes, 24 de octubre de 2011

La soledad de los pájaros


Alicia miró furibunda a Benicio que se revolvía en su silla de ruedas  y le arrojó el paquete envuelto sobre la mesa. Benicio logró atraparlo antes de que cayera. Fingió que lo observaba con curiosidad, a pesar de que sus ojos no podían ver nada, levantó luego la cabeza, con las cejas grises apretando su ceño, hacia donde suponía que estaba parada Alicia. Su orgullo no le permitía dejar que Alicia supiera que él ya no podía ver.

—¿Qué es? —preguntó mientras intentaba quitar el papel ruidoso que envolvía el paquete.

—Abrilo y fijate —contestó Alicia— o incluso eso tengo que hacer por vos.

Benicio terminó de desenvolver el paquete y con las palmas tanteó discretamente el objeto que apareció en sus manos, procurando que Alicia no supiera que no podía verlo.

—Un libro.

—Sí ¿Por qué? ¿Esperabas algo más?

Benicio no dijo nada.

—¿Cómo están tus ojos?

—Muy bien —mintió.

Benicio dirigió su silla de ruedas hasta el estante donde dormitaban decenas de libros y colocó sin cuidado el que acababa de recibir al final de la tercera fila.

—¡Qué bien! —vociferó Alicia— Ahora se va a quedar ahí guardado por los siglos de los siglos como todos, y no lo vas a leer nunca— Benicio ignoró el comentario y avanzó hasta donde sabía que estaba la ventana que daba al jardín—. Bonita tu manera de recibir un obsequio de cumpleaños.

—Hoy no es mi cumpleaños. Fue ayer.

—¿Pensás que me importa?

Benicio rio amargamente, Alicia era capaz de convertir hasta la acción de dar un regalo de cumpleaños en una ofensa. La mujer se movió por primera vez y se colocó detrás de la silla de Benicio.

—Seguramente vos ni siquiera recordás la última vez que me regalaste algo.

Benicio volvió a reírse por lo bajo.

—Hoy no viene el jardinero —comentó.

—No te costaría nada regar vos mismo las plantas.

—No es que me cueste. Pero las plantas se acostumbran a quien las trata siempre. Ahora soy un extraño para ellas.

Alicia soltó un suspiro que parecía contenido desde su juventud.

—Ahora sos un extraño para todos, Benicio.

Un viento amable se escuchó afuera sacudiendo las plantas y flores del jardín y Benicio deseó abrir la ventana, pero no quería pedirle nada a Alicia,

—Me voy —avisó Alicia girando hacia la salida.

—Fue en octubre, hace dieciséis años… el último regalo que te di.

Alicia esperó en silencio.

—Estábamos en una heladería. Una que ya no existe. Ese día me robaron mi mochila con mis cuadernos y un libro que acabábamos de comprar titulado: “La soledad de los pájaros”.

—Por lo menos no perdiste la memoria —dijo Alicia despectivamente.

—Fue lo único que no perdí.

Alicia comenzó a caminar hacia la puerta. Al escuchar sus pasos Benicio se apresuró a decir:

—Entró una mosca cuando llegaste. Por lo menos podrías abrir esta ventana para que salga con vos también.

Alicia volvió hasta Benicio y abrió la pesada ventana. Una nube de polvo sutil estalló.

—No te vayas a caer hacia el otro lado —advirtió Alicia mientras se iba—. Podrían pasar meses antes de que alguien vuelva a visitarte y tu sirvienta Beatriz ya está media sorda.

Benicio escuchó la puerta cerrarse. Cuando estuvo seguro de que Alicia se hubo ido, llevó su silla hasta el estante de los libros, tomó el que le acababa de regalar Alicia y llamó a Beatriz tres veces.

—¿Desea algo, señor? —dijo la sirvienta apersonándose.

—Tomá —dijo Benicio acercando el libro hasta donde provenía la voz—. Leéme el título.

—El título dice: “La soledad de los pájaros”       ¿Quiere que se lo lea?

—No… hoy no.

martes, 11 de octubre de 2011

El lago (continuación)

(...)
—Se le ve en los ojos grandes. No tiene miedo de mirar la vida.


Soledad cruzó brazos y se sentó sobre la arena. Sacudió los pies aún mojados y apoyó el mentón sobre las rodillas flexionadas. Su cabello oscuro cayó sobre sus piernas (…)


Después de algunos minutos silenciosos, el cansancio también venció a Lucía y suavemente la empujó hasta sentarla sobre la arena, sin embargo nunca perdió de vista el rostro de la niña que permanecía en el agua, por eso fue capaz de describir luego el momento en que la niña repentinamente abrió la boca.

Al ver esto Lucía gateó rápidamente hasta el lago, pero antes de que pudiera tocarlo la voz de Soledad la detuvo.

—¿Qué estás haciendo?

Lucía se volvió por primera vez hacia Soledad, (...).

—Abrió la boca.

—Te dije que la íbamos a asustar.

Lucía acercó su rostro al lago.

—Quizá quiere pedirnos algo.

—Y aunque así fuera ¿qué? Ya te dije que no debemos intervenir. Ya lo has visto otras veces, no debería sorprenderte. Siempre que alguien muere ahogado, donde sea, viene a purgar sus crímenes en este lago antes de pasar al otro lado.

Un temblor de frustración sacudió el cuerpo de Lucía y estuvo cerca de perder el equilibrio que le daban sus brazos sobre la arena humedecida.

—¿Qué crimen puede haber cometido esta criatura?

—No lo sabemos. Y es por eso mismo que no debemos intervenir.

Soledad interiormente se preguntaba qué crimen había cometido Lucía para tener que cargar con el peso doloroso que representaba sufrir compulsivamente junto a cada alma que llegaba a pagar sus deudas en el lago.

—Ya los viste otras veces. ¿Por qué te preocupa tanto este caso?

—Es una niña —susurró Lucía.

—Vos no sos mucho mayor. Deberías preocuparte más por vos misma. Te podés enfermar si…

Lucía se quedó contemplando de cerca el rostro de Estrella quien había abandonado su anterior inmovilidad y con los ojos muy abiertos separaba los labios una y otra vez, como un pez.

—Voy a subir a la casa. Me hace frío —anunció Soledad—. No te quedes mucho tiempo.

Soledad subía por la colina sobre la que estaba ubicada la casa donde vivían cuando el amanecer comenzaba a replegar las tinieblas nocturnas. (…) un movimiento curioso llamó su atención hacia la playa. Fue difícil para Soledad creer en lo que vio allí. Estaba a una gran distancia, sin embargo podía distinguir claramente a Lucía sacando un cuerpo del agua. Era imposible de aceptar, como la visión de un niño bajando una estrella del firmamento.

Corrió hasta la playa tan rápido como pudo, mas cuando sus pies pisaron la arena Lucía ya sostenía entre sus brazos a una jovencita moribunda con mitad del cuerpo dentro del agua.

—¡No, Lucía!

Soledad llegó hasta donde estaba Lucía pero no se atrevió a tocarla, pues estaba en contacto con esa criatura pálida y de ojos exageradamente abiertos que pertenecía al agua.

—¡Qué hiciste!

—Ella me lo pidió —dijo Lucía llorando, no podía dejar de mirar a la niña, a pesar de su aspecto lamentable tenía algo que la hacía atractiva de manera que era imposible dejar de mirarla una vez que se habían posado los ojos en ella—. Me pidió que la quitara del agua. Pero no puedo sacarla completamente del lago, sólo la mitad de su cuerpo.

La niña del agua miraba el cielo, levantó una mano descolorida con el dedo señalando directamente a la última estrella que aún se veía en el firmamento.

—Pero, Lucía —dijo Soledad compadeciéndose de su hermana— sólo vas a alargar su pesar.

Entonces ambas callaron porque la niña intentaba decir algo con los labios resecos y entornados.

—Es, es… es —susurraba débilmente con la voz muerta— es hermoso.

El agua del lago se agitó y comenzó a cubrir el cuerpo de Estrella.

—¡Soledad! —gritó Lucía asustada— ¡se me está resbalando, Soledad!

—¡Soltála!

El cuerpo de la niña resbaló de los brazos de Lucía e ingresó al lago. Cuando el cuerpo estuvo completamente sumergido en el agua. La corriente cambió de dirección y se llevó el cuerpo rápidamente hasta perderlo de la vista de las hermanas.

—¡No!

Lucía se volvió rápidamente hacia Soledad que miraba con preocupación todo lo ocurrido.

—¿A dónde va, Soledad?

—Pasó al otro lado.

Lucía la miró entristecida.

—Quiere decir que…

—Sí —dijo Soledad mirando como la última estrella desaparecía para cederle el reinado del cielo al astro diurno—. Va directamente hacia el mundo de los humanos.


jueves, 6 de octubre de 2011

El lago (fragmento)


Lucía extendió su vista sobre el lago que bebía apaciblemente las tinieblas de la noche. Con los pies descalzos perdiéndose sobre la arena de la orilla dejó que los pulmones se llenaran con la brisa que antes corría sobre el agua. Mientras se quitaba un mechón de cabello castaño de la cara escuchó los pasos de Soledad que se acercaba. Soledad se detuvo a unos metros de distancia de su hermana menor y le dijo:

—¿Hasta cuándo vas a estar aquí parada?

Lucía no se movió, esperó hasta que el viento se calló para contestar sin volverse:

—Sólo llevo unos minutos aquí.

Soledad miró el lago por encima de los hombros menudos de Lucía y durante un breve momento percibió aquello que mantenía a Lucía estática en su lugar.

—¿Cómo se llama? —quiso saber.

—Creo que la llaman Estrella.

Soledad deseó que su hermana se volteara, quería ver su rostro. Por alguna razón estaba segura de que no sería el mismo que ella recordaba.

—¿Cuánto tiempo lleva en el agua? —preguntó señalando el cuerpo sumergido completamente en el lago.

—Cuando yo llegué ya estaba allí. Creo que la dejaron ayer.

Soledad se acercó hasta la orilla adelantándose a Lucía que no se movía de su lugar. Se quitó las sandalias negras y se introdujo en el lago hasta donde el agua le acariciaba los muslos. Luego se inclinó y extendió el brazo hacia abajo, pero desistió antes de que sus dedos se mojaran.

—Creo que no deberíamos intervenir.

Soledad se volvió hacia Lucía y la encontró poseedora de un rostro pálido y ablandado como algodón, con las dicromáticas pupilas dilatadas.

—¿Lucía?

—La abandonaron sus padres —dedujo Lucía. Un viento rebelde sacudió su cabello y jugó con su falda.
Soledad la miró inconforme y comenzó su ascenso desde el lago.

—¿Cómo podés saber eso?

Lucía la vio calzarse las sandalias antes de pisar la arena. Sus pies mojados brillaban sometidos a la luz niquelada del astro nocturno.

—No lo sé, lo intuyo. Como tampoco sé su nombre, sólo intuyo que la llamaban Estrella.

—¿Por qué Estrella?

Lucía se encogió de hombros.

—Me gusta ese nombre.

Soledad caminó hasta quedar enfrentada a su hermana (…)

—Volvamos a casa —susurró Soledad.

Lucía la miró con una expresión que podría juzgarse tanto de sorpresa como de temor
.
—No quiero dejarla.

Soledad asintió apesadumbrada. Palmeó el hombro de su hermana y se alejó. (…) era obligaba a no mirar otra cosa que no fuera ese ser que yacía bajo la capa refractora de agua.

—Parece muy joven ¿no? —susurró Lucía sabiendo de que su hermana aún estaba cerca.

Soledad asintió aunque su hermana no la vio.

—¿Cuántos años intuís que tiene?

Lucía estudió el rostro joven y hermoso que se ondulaba con los movimientos del agua. La oscuridad no permitía verlo con claridad, pero Lucía había pasado mucho tiempo observándolo y se sentía capaz de recorrer cada rasgo cada arista de ese rostro.

—Doce. Estoy segura.

—¿Te vas a quedar hasta que se duerma?

Lucía no contestó.

—No te preocupa que se dé cuenta de que la estamos mirando y se asuste.

—Es una niña valiente.

—¿Cómo lo sabés?

—Se le ve en los ojos grandes. No tiene miedo de mirar la vida...