Se escondió detrás de la cortina. Era fácil distinguir su pequeña silueta
otorgándole forma al paño blanco. Era uno de sus pasatiempos favoritos:
esconderse detrás de la cortina de la ventana, de manera que sólo sus piecitos
quedan a la vista y lo demás fuese apenas suponible. Desde mi silla le sonreí,
aunque sabía que no podía verme, sonreí silenciosamente y esperé a ver su
siguiente acción que no se hizo esperar.
—¿Dónde estoy? —me preguntó.
—No sé. Desapareciste.
Me levanté y caminé por la habitación simulando buscarla desorientado
mientras la llamaba por su nombre.
—Andrea. Andrea ¿A dónde fuiste?
—¡Acá estoy! —saltó de repente desde detrás de la cortina y luego siguió mi
turno de jugar: fingir miedo por la sorpresa, retroceder histriónicamente y
simular que me enojo con ella por asustarme. Andrea se rio e intentó escapar de
mí. Yo la atrapé rápidamente y la abrace con fuerza. Entonces el juego comenzó
de nuevo. Otra vez fingí no mirar mientras ella se cubría con la cortina larga
y cuando volví a mirar, una vez más a la cortina le habían crecido dos pequeños
pies. Pero esta vez, antes de que pudiera comenzar mi actuación para hacerla
reír de nuevo, llegó su madrastra a la habitación.
—Andrea ¿Qué hacés detrás de la cortina?
La pequeña salió lentamente y vi con tristeza que la alegría que le había
dado nuestro juego había desaparecido de su cara. Estaba triste, casi asustada,
yo odiaba este efecto que tenía su madrastra sobre ella cuando interrumpía
nuestras diversiones.
—¿Qué hacías detrás de la cortina?
No era una pregunta, era una acusación. Andrea agachó la cabeza y no
contestó.
—¿Querés que se caiga, que se ensucie? Después yo la tengo que lavar.
La mujer arrastró su mirada por la habitación de Andrea y agregó:
—¿Por qué no acomodás esta pieza? ¿En qué estás perdiendo el tiempo?
—Estaba jugando con Dani —dijo la niña señalándome.
La madrastra miró hacia donde yo estaba e hizo un mohín de fastidio. Tenía
la frustración y la ira adosadas a su rostro, tuvo que hacer un gran esfuerzo
para contenerse. Mirando a la niña le dijo entonces:
—Ya te dije muchas veces que Dani no existe. Ya estás grandecita como para
creer en amigos imaginarios.
Andrea se revolvió inquieta, quería defenderme como otras veces pero creo que en fondo sabía que la mujer decía la verdad.
—Dejá de ensuciar las cortinas y baja que en seguida comemos.