miércoles, 16 de marzo de 2011

LA CORTINA VIOLETA

Esa no soy yo. Esa persona que está en el espejo, aunque en realidad no está sino que es sólo su reflejo, no soy yo. No conozco esta cara que se me presenta. Estas cejas finas, los ojos marrones, el cabello oscuro y largo cayendo sobre los hombros. No se parece a mí, como yo era antes. Aunque al intentar recordar me doy cuenta de que he olvidado cómo era mi rostro, pero estoy segura de que éste no era. Antes… antes ¿de qué? No sé qué ha pasado antes de verme en el espejo y no reconocerme. Porque los recuerdos que tengo es como si no fueran míos sino de otra persona a la que he observado durante toda su vida.

A mi izquierda está la puerta del baño, la reconozco, pero no soy capaz de decir si estoy en mi hogar o en un centro comercial o en el hogar de esa persona que aparece en el espejo y no soy yo. Apoyo mi mano sobre el picaporte, lo presiono tímidamente y la puerta cede. Dejo que la puerta se abra sólo un poco y la detengo, porque me asalta un sentimiento de terror, un miedo que parece infinito como una alfombra púrpura interminable. Es porque me doy cuenta que más allá de esta puerta, afuera de este baño donde estoy a salvo, hay algo desconocido para mí. Me imagino una casa completa, una cocina donde habrá una mujer que no conozco y más adelante una mesa ovalada y sentados veo a un niño y a un hombre de poco cabello blanco. O quizá no haya nada de esto, y en realidad no sé por qué tengo estas imágenes en mi cerebro, porque a esa señora que lava platos en esa cocina imaginaria, a ese niño inclinado sobre unos papeles en una mesa que seguramente no es ovalada sino rectangular y aquel hombre de cabello canoso que usa gafas y lee un periódico no los conozco y no tienen nada que ver conmigo.

Pero qué más da. Lo que sea que haya afuera no puede ser peor que quedarse encerrada en un baño desconocido. Salgo. Hay un pasillo iluminado con luces de neón y varias puertas marrones a cada lado. Atravieso lentamente el pasillo, hay demasiado silencio. Avanzo mirando las puertas que pasan en sendas filas a mis costados, separadas por pocos metros unas de otras, sin atreverme a entrar en ninguna. Al final del pasillo aparece una cortina violeta cubriendo lo que sea que se encuentre más allá. Avanzo y cuando llego hasta la cortina me pregunto por qué sí me atrevo a cruzar la cortina y en cambio, no me aventuré a atravesar ninguna de las puertas marrones. Adelanto mi mano y tomo el borde de la cortina. No reconozco mi mano, el color de esta piel, ni siquiera mis uñas. Aprieto la tela de la cortina con dos de mis dedos y la friccionó analizando la sensación rasposa que produce en mis yemas el tacto de aquella tela y el olor a prenda vieja y húmeda que ingresa como una corriente por mi nariz; ambas cosas me parecen nuevas. Con temor aparto la cortina y lentamente paso a través de ella con los ojos cerrados.

De repente estoy de pie en un área exterior, al aire libre. Arriba hay un cielo interminablemente azul y a mi alrededor construcciones grises, y muchos entes que deambulan, todos parecidos a la persona que vi en el espejo del baño. Entonces me doy cuenta de que todos esos seres que caminan y se alejan sin mirarme ni mirarse entre ellos (como si cada uno se esforzara por alejarse del resto) son todos seres humanos. Muchísimos humanos. Comprendo también que lo que vi en el espejo, aquello en lo que me convertí y no reconocí era un ser humano.

Sin darme cuenta llevo las manos a mi rostro y lo presionó. Un grito se escapa de mi garganta y entonces todos los humanos se detienen, dejan de hacer lo que hacían y me miran. Me observan sorprendidos en silencio, algunos con temor y yo no entiendo por qué si ahora me he convertido en una de ellos. Doy un paso hacia atrás y sólo eso basta para que todos comiencen a acercarse a mí. Me rodean, parece que quieren atacarme, cada vez están más cerca. Horrorizada doy media vuelta y veo la cortina violeta que es áspera y huele a prenda vieja y corro hacia ella. Entró nuevamente al pasillo lleno de puertas y sé que si no entro en alguna pronto me alcanzarán los humanos. Elijo la primera de la derecha, el picaporte baja fácilmente.



Es un baño pequeño, estoy frente al espejo,  y en él aparece algo. Aparezco yo, con mi cabeza alargada, mi piel purpúrea, mis pupilas amarillas, no tengo ese pliegue en el centro del rostro que tienen los humanos, ni eso que llaman cabello. Sé que si abro la boca veré mis colmillos primero y si me inclino lo suficiente podré ver mis alas. Ese soy yo. O quizá no. Quizás era aquella criatura humana que estaba frente al primer espejo y que huyó al ver a sus otros congéneres; o tal vez no soy ninguno de los dos. No estoy seguro de cuál es la verdad y de repente creo que no me importa tanto. Porque sea lo sea me sentiré diferente de los demás una vez que atraviese la cortina violeta. 

2 comentarios:

  1. ¿Dónde consigo mi cortina violeta? Aunque con que usted la tenga, Emanuel amigo, y nos traiga del otro lado sus letras, la cuenta está perfecta. Abrazos.

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  2. Se agradecen mucho los comentarios, don Julio. Su opinión siempre es bien recibida y recuerde que si de vez en cuando surge algo bueno de acá es en gran parte mérito suyo.

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