miércoles, 30 de marzo de 2011

LA FUGA

Hace unas horas decidí escaparme. No fue una decisión premeditada ni cuidadosamente evaluada.  Estaba yo en mi minúscula habitación, mirando a través de la ventana -que en realidad parece un boquete porque siempre está abierta- la lluvia que caía y se repartía entre las flores grises y las plantas ocres de mi jardín (ya era de noche) cuando de repente, sin previo aviso, salto la pregunta en mi cabeza. “¿y que tal si me escapo?”. Me pareció una buena idea. De modo que ahora comienzo a prepararme, quiero tener todo listo antes de irme a dormir.

Primero quito el cubrecama de mi lecho y lo utilizo para tapar la ventana, lo último que quiero es que algún Minco que pase oportunamente por afuera sospeche de mis planes. Luego saco de debajo de mi cama la maleta roja que tengo guardada desde la última guerra y comienzo a llenarla. Sólo con lo más importante, ya que debo viajar ligero por si los Mincos me descubren en plena fuga, entonces no me quedara otra opción más que correr por mi vida. Los Mincos son muy crueles con quienes intentan burlarse de ellos. Escucho un lamento de Leo. Unas cuantas prendas de vestir, linterna de mano, un cuaderno y un bolígrafo para registrar mis pasos por si se me antoja volver algún día, una brújula y listo, llené la maleta.

La dejo junto a la mesa de luz y me meto en la cama. Recién al apoyar la cabeza sobre la almohada me percaté de que no había quitado el cubrecama de la ventana. Por pereza decido dejarla allí, para olvidarme del tema tomo una hoja de mi mesa de luz y con el lápiz que siempre tengo a mano comienzo a escribir la que será mi carta de despedida, donde explico el por qué de mi huida, bajo el amparo del círculo amarillo que proyecta sobre el papel mi lámpara de noche.

Al terminar la página me doy cuenta de que nadie leerá mi carta, ya que en esta casa sólo vivo con Leo y él no sabe leer, ni le interesa si me voy o me quedo. En realidad me parece que él ni siquiera cree que yo exista. Lo único que le importa es pasearse por las habitaciones quejándose de su suerte maldita. Me atacan las ganas de llorar porque nadie leerá mi carta y siento que es un derroche de verborragia. Sacó del cajón entonces esa fotografía que me anima siempre que estoy triste, y funciona. Con sólo ver sus ojos y recordar como me miraba cuando sonreía con su cabello claro enmarcando su amable rostro me olvido de mi encierro y de mi soledad. Me alegro de que lo ocurrido me haya recordado que debo llevarme la fotografía también, no quisiera olvidarla aquí.

Me levanto y guardo la fotografía en mi maleta roja. Aprovecho el envión y quito el dichoso cubrecama de la ventana. La luz celestina de un joven amanecer me ciega momentáneamente. Me sorprendo al ver que se me ha escapado la noche justamente mientras preparaba mi huida. Me fijo en el jardín y compruebo que, como cada mañana, las plantas y las flores han cambiado de color. Las plantas se envuelven en un verde pálido y las flores se debaten entre azules y morados.

Algo se mueve entre los arbustos. Me asusto y oculto rápidamente porque pienso que puede tratarse de un Minco que ha adivinado mis planes y viene a detenerme. Agazapado con la espalda sudada pegada a la pared me doy cuenta de que estoy siendo paranoico, pues la ventisca que ha movido los arbustos entra por mi ventana para susurrarme que no hay nadie afuera y que ningún Minco sospecha aún de mis planes. Escucho un nuevo lamento de Leo que dura más que los anteriores y me fastidia, porque es sutil pero insistente a la vez como el zumbido de un zancudo o una canilla goteando durante la noche.

––¡Ya callate! ––le grito–– ¿me escuchaste Leo? ¡Callate!

Pero es inútil, porque realmente no creo que el pueda oírme, pues no sabe si en verdad existo o soy producto de su imaginación retorcida, donde alucina con un hombre que vive prisionero en la casa donde él está penando.

Leo vuelve a quejarse como si respondiera a mi regaño con un desafío, pero mi escepticismo no me deja creer tal cosa. Me preocupa más que mi grito haya alertado a algún Minco que se encontrara haciendo guardia matinal, evaluó la posibilidad de volver a tapar la ventana abierta con el cubrecama, pero desisto porque tengo miedo de que luego, al quitarlo, se me escape también el día y vuelva a ser de noche.

Miro la maleta y apago la lámpara cuya luz me parece ahora innecesaria, aunque comienzo a extrañarla justo después de apagarla. No tengo que perder el tiempo, me voy a escapar ya mismo. Extiendo mi cama para no dejar sospechas y dejo mi nota incompleta que no está dirigida a nadie sobre la mesa de noche, tomo mi maleta y salgo de la habitación.

No completo aún mi segundo paso fuera de mi cuarto cuando escucho golpes en la puerta principal. ¡No! sólo pueden ser los Mincos. Y si ven mi maleta o ven la nota estaré perdido. Vuelven a tocar y me imagino a un Minco golpeando con su garra la puerta de entrada de mi casa y  a otros dos detrás de él con los brazos cruzados sobre sus acorazados pechos, deseando con fervor que me demore un poco más en abrir la puerta para obtener el permiso de derribarla por la fuerza y darme mi merecido. Tocan otras vez, más fuerte aún. Leo se queja en el fondo y me muero de ganas por hacerlo callar pero el miedo me impide articular palabras.

Se oye un golpe seco. Han derribado la puerta, se escuchan pasos furiosos y pesados, como si acabara de entrar a mi casa una manada de elefantes. Vienen por mí y sólo me queda una salida: trepar por la ventana. Me siento sobre el marco, lo pienso un momento y me dejo caer sobre las plantas y flores de mi jardín.

Al caer y luego correr me hice algunos cortes con las espinas cuya existencia ignoraba en mi jardín. ¿Y cómo saberlo si nunca pude salir de la casa? Corro sosteniendo la maleta contra mi pecho y escapo, por fin escapo. Escucho a uno de los Minco que me grita algo desde la ventana.

––¡Alto! ––me dice. Aunque me lo dice en su lengua natal que yo no comprendo, así que en realidad no sé si dijo: alto o lanzó alguna maldición o blasfemia. 

Yo sigo corriendo, contento al saber que me he escapado mientras el día cobra claridad. Escucho a lo lejos, por última vez, un gemido lastimero de Leo; y siento lástima porque sé que los Mincos se desquitarán con él por haberme perdido. Y el pobre ni siquiera cree que ellos existan. Se va a llevar una desagradable sorpresa.

2 comentarios:

  1. Interesante tu blog Siempre en la básqueda de descubrrir nuevas letras me acerqué al tuyo saludos desde mi meta

    ResponderEliminar
  2. Más temprano que tarde, tendrá usted, amigo mío, una estupenda serie de cuentos en la que seres extraños hostilizan al ser humano. Lo siento por Leo, quien seguramente entenderá que los Mincos existen. Buen, buen, buen trabajo. Abrazos

    ResponderEliminar