viernes, 13 de mayo de 2011

Humo y café

El viejo lo miró sorteando la montura gris de sus gafas y sonrió sin saber muy bien por qué. Tímido como era, Marcos se cohibió, se acomodó en su silla y le devolvió una sonrisa forzada.

—¿Cuántos años tenés ya, nene? —le preguntó encendiendo un nuevo cigarrillo.

—Diecisiete.

El viejo depositó el cigarrillo sobre el cenicero y se pasó la mano por el bigote gris. Marcos arrojó su mirada hacia afuera y vio a través de la ventana la calle, las casas, los autos, todos siendo castigados por el rudo sol de verano. No había personas afuera, tampoco dentro de la cafetería donde, en ese momento, compartía un café con el viejo Eladio ¡Un café! Pésima idea, pensó Marcos, aunque no podía recordar a cuál de los dos se le había ocurrido.

Vio la taza de café de Eladio tan llena como la suya y entonces comprendió por qué el viejo se había reído.

—¿Qué pasa? ¿De qué te reís? —quiso saber Eladio.

Marcos negó con la cabeza. El viejo dio una nueva pitada a su cigarrillo con aire pensativo. El aroma del tabaco lo acompañaba siempre, a decir de Marcos era su olor característico, su rastro personal.

—¿Vos fumabas? —dijo el viejo ofreciéndole la cajetilla de cigarrillos.

—No.

—Qué raro. ¿Tu viejo sí fuma, no?

—Está tratando de dejarlo.

Marcos escuchó al viejo decir cosas sobre que es bueno no fumar y que es aún mejor que un chico no lo haga, frases típicas de fumadores, pensó.

Los cafés olvidados respiraban su humo acompasadamente, pero ¿no estaba acaso toda la cafetería repleta de humo? Mirando hacia afuera, la calle también aparecía brumosa, como una fotografía que pierde nitidez bajo el lente de una lupa. Marcos comprendió entonces que mientras él y el viejo dejaban caer los minutos en aquella solitaria cafetería todas las personas se habían evaporado (algo completamente comprensible debido al calor), y lo que quedo de ellas merodeaba por las calles como almas vaporosas, volatilizadas que se confundían con el humo del cigarrillo del viejo Eladio y el vapor de los cafés intactos.

—¿En qué te quedaste pensando, che?

Marcos despertó de su fantasía por culpa de las palabras del viejo Eladio, recién se dio cuenta de que tenía una mano apoyada en su mejilla, o al revés, y los ojos entornados.

—En tonterías —contestó despegando la cara de la palma sudada de su mano.

Eladio se llevó el cigarrillo a los labios y lo dejó allí mientras se quitaba los lentes para limpiarlos, argumentando que se habían empañado.

Marcos miró los vidrios de las gafas, el cigarrillo, los cafés, la calle y le pareció ver una corriente nebulosa que atravesaba la vereda lentamente como una nube extraviada.

—¿Usted cree en las almas, don Eladio?

El viejo lo miró con dificultad, como a través de un cristal oscuro y antes de colocarse los lentes le dijo:

—Creo que el calor te está haciendo mal, nene.

Marcos se fijó en el cigarrillo que agonizaba sobre el cenicero y luego en Eladio que volvía a pasarse bruscamente la mano por el bigote como si creyera que podía quitárselo.

Cuando el cigarrillo se hubo convertido en un alma más y sólo quedaba el cadáver de su colilla sobre la mesa, el viejo apuró su café de un trago y pidió la cuenta,

—¿No vas a tomarte el tuyo?

Marcos negó en silencio. Después inhaló un poco de las almas que los habían acompañado esa tarde sabiendo que la despedida estaba cerca. Afuera, la calle seguía vacía y caliente; adentro, un mozo invisible retiró el dinero de la cuenta cuando Marcos no lo veía.

Cuando salieron, el cambio de temperatura los recibió violentamente. Caminaron despacio hasta la esquina donde debían separarse. Poco antes de llegar, Eladio encendió otro cigarrillo y el olor a tabaco volvió a abrazarlos negándose a dejarlos ir y el aroma tan conocido por Marcos les acarició la nariz dulcemente.

—Ah sí que tu viejo está tratando de dejar de fumar —dijo el viejo sólo por decir algo—. Me preguntó cuánto le durará la buena conducta.

Marcos sonrió sinceramente, quizá por primera vez en la tarde, y contestó.

—Vos deberías saberlo, es tu hijo.

El viejo asintió conforme. Al llegar a la esquina se despidieron con un duro apretón de manos y Marcos continuó su camino solo. No le preocupaba caminar por la sombra, sabía que si tenía que pasar se evaporaría y listo. A los pocos pasos  se dio cuenta de que el olor a tabaco nunca lo había abandonado, avanzaba con él. Pensó que el alma del viejo Eladio olería de esa manera.

—Qué pena —pensó resignado—, se evaporó antes que yo.

1 comentario:

  1. La palabra no da tregua al lector -mérito suyo- y, pese a la supuesta tranquilidad, la lectura se vuelve un apremio -mérito de Marcos- redondeando una estupenda fábula -mérito del lector-.
    Felicitaciones -mérito suyo-. Haciéndo cuentas: ¡Ha ganado la literatura!
    Abrazos.

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