viernes, 13 de mayo de 2011

Velatorio

  El fuego de las velas había consumido las horas, la cera y la energía de los deudos. A tal punto que cuando llegó ese minuto habitual en que nos toca a nosotros reemplazar las velas que están por agotarse por otras nuevas para que el velatorio no pierda el sentido de su nombre, junto al féretro sólo quedaba una mujer. El anillo dorado que llevaba en el dedo resplandecía avivado por el calor de las pequeñas llamas, esto nos hizo suponer que la mujer era casada, y por mera intuición lúdica arriesgamos que había sido la esposa del difunto.

   Cuando nos fijamos en el enorme sombrero gris que llevaba la mujer, nos dimos cuenta de que ya nos había llamado la atención antes cuando llegó, casi al inicio del velatorio. Un sombrero como ése no puede pasar desapercibido.

   En determinado momento la mujer se quitó el sombrero gigante, miró hacia todos lados y al comprobar que estaba sola acercó su rostro al del difunto, su supuesto marido. Nosotros creímos que en un acto de amor eterno y demencial la mujer iba a darle un último beso en los fríos labios, pero luego lo comprendimos todo cuando escuchamos que la perversa mujer le susurraba al cadáver:
   
   —Antes de que te hayas ido completamente, quiero que sepas que fui yo, ahórrame el trabajo de decírselo a tu esposa cuando la mande contigo.

1 comentario:

  1. Nada hay más portentoso que un autor SÓLO observe la escena en su mente y la organice escrituralmente -eso lo hemos hablado varias veces- y provea al lector aquello observado. Leerlo, don Emanuel, es meternos en ese universo interior que lo puebla y sostiene; hace suyo el subtítulo de Sol de Junio: "cada letra es una baldosa, cada palabra un trozo de suelo, los párrafos son mis cuadras, el texto completo mi sendero.". Me siento orgulloso de ser su amigo.
    Un abrazo.

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